NOTICIA
Sin patria pero sin amo
El reto del director Fernando Pérez (Suite Habana) ante José Martí: el ojo del canario, el más reciente filme cubano en torno a la adolescencia y primera juventud del Apóstol de la Independencia cubana no era, sin embargo, cosa de niños: asumir al Héroe Nacional en una etapa —de los 9 a los 17 años— que no cuenta con mucho material bibliográfico ni histórico como para armar un retrato fidedigno, al pie de la letra. De modo que al también guionista le quedó no poco margen para la imaginación, y así armar un Martí personal y suficientemente fictivo. Más, aunque ceñido al método realista, no faltan en el filme, para su bien, preciosas alusiones al mundo simbólico y tropológico de la poesía martiana.
Claro, que el magma sociopolítico donde transcurrió ese difícil período de su vida, segunda mitad del siglo XIX (coloniaje español que reprimía y sumía en la miseria al país, a lo cual se enfrentaban los llamados “infidentes”: partidarios de un nacionalismo democrático, y se alzaron los llamados mambises, esclavitud plena y cruenta…) sí aparece trazado con riguroso conocimiento de causa, a lo cual la dirección artística responde con espíritu perfeccionista.
La reconstrucción de época y ambiente, de la peculiar arquitectura, asoman entre los méritos iniciales del filme tanto en el mercadeo callejero, la escuela de rígidos métodos escolásticos, el campo revuelto y brutal infectado por otro negocio sí vergonzoso (la trata de negros) o la abundosa y rica fauna que el joven Martí escucha y aprehende poniendo oídos en tierra; como en la casa pobre pero cálida, donde la familia mayoritariamente femenina era regida por el padre autoritario e intolerante con mano de hierro, o en la biblioteca o la casa del maestro liberal y amado (Rafael María de Mendive), donde el adolescente pasó buena parte de su infancia.
Todo fue captado con cuidado, elegancia y fruición por el lente maestro de ese colaborador habitual de Fernando: el —a propósito— flamante Premio Nacional de Cine 2010, Raúl Pérez Ureta; por el espíritu investigativo y acucioso de otro que ya forma parte del equipo: el director artístico y escenógrafo Erick Grass, atento hasta la exquisitez en ese importante rubro; por Miriam Dueñas en fidelísimos vestidos; Magali Pompa recreando reveladores maquillajes; Juan Francisco Carreño Oliver a cargo de un aspecto no menos significativo en la época: los peinados.
El montaje (Julia Yip) también ayuda, sobre todo cuando ha sido explícita la voluntad directriz de alternar pasajes más personales con los que diseñan el ambiente social que incidía de un modo u otro en aquellos, en varios momentos, incluso enfatizando en la dualidad de ambientes y en no pocas alusiones contemporáneas.
Qué decir del sonido (Raúl Lorenzo Amargó Pérez)… Por otra parte, alguien muy vinculado al mismo, otro ayudante habitual del cineasta (el músico Edesio Alejandro), más que una partitura propiamente dicha, confecciona un mapa de sonidos (no) ordenados: si en Suite… nos entregaba una peculiar Habana llena de ruidos, voces y esa música natural de calles y barriadas, aquí lo hace de nuevo: la capital decimonónica o sus alrededores agrarios, las tertulias y bares o la tranquilidad campestre (solo interrumpida por la orquesta afinadísima de la fauna cubana) conforman una banda sonora extraordinaria.
No obstante, lo que hay de música per se es delicioso: las arias, amén de magistralmente interpretadas, vehiculan habituales contrapuntos dramáticos, mientras los acordes finales de La Bayamesa instrumental refuerzan la sensación de arraigada cubanía que el filme instaura en el público desde el inicio y avanza in crescendo hasta el final, a la vez que inserta el filme dentro de la mejor tradición de cine histórico cubano, aunque sea mucho más.
Y están, por supuesto, las actuaciones.
En Damián Rodríguez Vidal, Martí niño encontró un expresivo intérprete que, sobre todo con los ojos, logra decir y comunicar más que con la palabra. Daniel Romero Bildaín, que lo sustituye al crecer el líder, se ajusta tipológicamente al personaje, mas le faltó a ratos interiorización y fibra.
Entre los adultos, Rolando Brito (el padre, Mariano) consigue momentos de indudable fuerza dramática, pero buena parte de su desempeño se ve lastrado por un énfasis excesivo: confunde autoritarismo (característica principal del cabeza de familia) con una proyección eufónica rayana en lo vociferante, redondeando a la larga una conformación caracterológica externa.
Otra cosa es Broselianda Hernández (la madre): en su trabajo coexisten la ternura y la firmeza, las contradicciones entre el amor por el hijo rebelde y la familia toda y el miedo al sufrimiento, la contraparte al radicalismo paterno que debió tener Doña Leonor Pérez.
Lo más importante, o lo que corona definitivamente los anteriores y tan decisivos logros, sin embargo, es la calidez y sensibilidad alcanzadas sin acudir en lo mínimo al melodrama o el efectismo. Pérez y su equipo componen este biopic con las armas de la autenticidad, aún en episodios que responden solo a la especulación y el “pudo haber sido”, lo que por otra parte refuerza las connotaciones metafóricas del filme; mas en definitiva: ¿de esto mismo no se han nutrido gloriosas páginas en la historia del cine?
No solo por lo martianos que somos casi todos en este lugar donde naciera el gran pensador, escritor y patriota (1853-95) nos agrada Martí…: creo firmemente que cualquier espectador de cualquier meridiano va a identificarse con esas luchas incipientes, la nobleza y sentido de la justicia, el talento literario, la entrega a la causa por la que vivió hasta morir literalmente en el campo de batalla y cuyos tan importantes años iniciales el director ha logrado atrapar y transmitir con inspiradora y contagiante pasión.
Quienes elogiaron en Fernando el experimentalismo y la novedad discursiva de sus anteriores entregas (la unánimemente aplaudida Suite Habana o hasta la polémica y generalmente rechazada Madrigal) quizá no le perdonen el abrazar aquí una narración clásica, aristotélica o (pudiera incluso concederse) convencional, pero todos los días no puede salirse con un empujón a la gramática fílmica o apartarse de la senda con un número avant garde.
No solo porque el realizador filmó para TV española aceptando requerimientos concretos de producción (el filme forma parte de una serie sobre héroes latinoamericanos) la manera elegida es pertinente, sino porque al propio sujeto, a la historia en general, no pienso le cuadraba muy bien un relato fragmentado, analéptico o lleno de los insufribles procederes (des)narrativos del nuevo-nuevo cine.
Creo honestamente que así está muy bien, que asistimos a la representación de un carácter en formación (estamos, sin rebuscar mucho, ante otro relato “de aprendizaje”), una época, un país en condiciones muy especiales y muy definitorias para el complejo y largo proceso de la nacionalidad cubana, que han sido aprehendidos en sus latidos esenciales.